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Actualidad del Pensamiento de René Guénon 5. El Símbolo de la Rueda

Tal vez, de entre los símbolos sacros de todos los pueblos sea el de la Rueda el más universal. Ello se debe, por un lado, a que este símbolo aparece unánimemente, directa e indirectamente tratado en todas las tradiciones, y parecería ser consubstancial al hombre, y por otro, a que la misma universalidad de los significados de la rueda, y su conexión directa o indirecta con los demás símbolos sagrados, en especial, números y figuras geométricas, hacen de ella una especie de modelo simbólico, una imagen del cosmos. Pues la rueda en el plano es un círculo, y la circularidad es una manifestación espontánea de todo el cosmos; por lo tanto esa energía ha de provenir de un símbolo del movimiento, que puede girar y reiterar sus ciclos, posibilitando la marcha, merced a un eje inmóvil. En el plano esto se representa como un centro del que la circunferencia extrae su forma por irradiación, tal cual la energía potencial del eje se transmite a la llanta por mediación de los rayos de las ruedas, análogas al radio de la circunferencia; cualquiera que traza una circunferencia con cordel o compás sabe que ésta depende del punto central y no a la inversa. Entre el punto central y la circunferencia se configura el círculo; el valor aritmético asignado al primero es la unidad, que es una representación natural del punto geométrico, y a la segunda el nueve, que es el número del ciclo por ser de la circularidad, como más adelante veremos. La suma de ambos nos da la decena (1+9=10) que es el modelo numérico de la tetraktys pitagórica, el cual puede ser puesto en relación con cualquier otra numerología, ya que los números -y las figuras geométricas- son módulos armónicos arquetípicos, válidos en todo lo manifestado y por lo tanto para cualquier tiempo y lugar.

Así pues, no debe extrañarnos que se traten conjuntamente los símbolos de la rueda y el círculo, el de la espiral, y el de la esfera, pues ésta no es sino el círculo en la tridimensionalidad. Igualmente que se mencionen símbolos estrechamente asociados al de la rueda como el de la cruz, el cuadrado, y otros, así como que se recurra a las distintas tradiciones donde se encuentre atestiguado. Sin embargo este símbolo está presente en nuestra propia Tradición y se halla a nuestro alcance trabajar con él. En la misma cotidianeidad podemos observarlo constantemente; de hecho es evidente en la vida misma, pues como hemos señalado todas las cosas se producen con un movimiento circular y por lo tanto son cíclicas, lo cual es un pensamiento emitido por todas las doctrinas metafísicas, aunque a veces en ellas se lo de por supuesto y en otras se lo destaque especialmente. La figura esquemática de la rueda en el plano ha sido asociada al sol por numerosos pueblos y de hecho aún hoy es el símbolo astrológico de ese astro; en alquimia representa al oro, su equivalente terrestre. De allí a asociar el recorrido del sol con un carro dorado, o de fuego, hay sólo un paso. De hecho su alcance es significativamente más amplio y se corresponde con la idea arquetípica de Centro: aquello que es capaz de generar un orden en la masa amorfa del caos; el punto inmóvil imprescindible a toda creación, el motor merced al cual el devenir tiene un sentido.

Este punto central de la Rueda del Mundo se comunica con la periferia, como ya se dijo, a través de rayos, que son por lo tanto intermediarios entre ambos; y mientras la rueda gira sobre sí misma simbolizando el movimiento y el tiempo, el eje permanece fijo expresando la inmovilidad y lo eterno.

El círculo y la esfera han sido tomados por numerosos pueblos y distintos autores antiguos como figuras perfectas y expresiones de la totalidad. La rueda en particular está asociada a los ciclos que ella reitera una y otra vez y por lo tanto a lo relativo, a lo pasajero, a lo contingente, pero sobre todo a la renuencia, a la reiteración. Como podrá observarse, y así lo seguiremos viendo, este símbolo se presta a innumerables transposiciones al plano metafísico, ontológico y cósmico y es objeto de conocimiento y especulación.

Lo que es un punto central al círculo, es el eje con respecto a la esfera, por lo que centro y eje se corresponden exactamente, siendo el primero un símbolo plano y el otro tridimensional del mismo concepto.

Si el punto es virtual, inmanifestado y geométricamente no existe, la periferia de la rueda será visible y representará, en el orden cósmico, nada menos que a la manifestación universal, y en el mundo del hombre, a cualquier expresión, por lo que también pueden equipararse el punto y el círculo, a potencia y acto, por ende, a contemplación y acción.

La primera división a que puede dar lugar el símbolo de la rueda es la bipartición de la figura que la representa en dos mitades análogas y exactas. Estas representan los dos movimientos, de ascenso y descenso, que realiza la rueda en el recorrido de un ciclo, así éste sea el del sol en el año, o el del día, o el de la luna en un mes, o el de la vida de un ser humano; el de principio y fin con el que está signada cualquier creación.

Como podrá observarse, principio y fin tienen un origen y destino común, lo que da lugar, además, a las ideas de reincidencia o repetición, creencias y conceptos de todos los pueblos arcaicos y tradicionales que han vivido siempre un tiempo cíclico y no uno lineal e indefinido, tal como lo solemos concebir los contemporáneos. Cualquier punto de la periferia -los que son de número indefinido y pueden simbolizar, cada uno, la vida de un hombre en la multitud de lo creado- es un reflejo del centro y se encuentra conectado a él por el rayo, pero mientras que en la llanta todo es sucesivo, desde el punto de vista central las cosas son simultáneas. Esta figura también puede adaptarse obviamente a los conceptos de interior y exterior, de luz y reflejo, y también de realidad e ilusión, puesto que la permanencia del punto no se altera ante las formas cambiantes y siempre perecederas del transcurrir periférico.

Nos dice René Guénon que: «El centro es, ante todo, el origen, el punto de partida de todas las cosas; es el punto principal, sin forma ni dimensiones, por lo tanto indivisible, y, por consiguiente, la única imagen que pueda darse de la Unidad primordial. De él, por irradiación, son producidas todas las cosas, así como la Unidad produce todos los números, sin que por ello su esencia quede modificada o afectada en manera alguna».

Todos los puntos de la circunferencia están a igual distancia del centro, le son equidistantes, por lo que las innumerables energías del cosmos se neutralizan en su seno. Geométricamente este es el eje vertical que atraviesa distintos planos circulares horizontales, que él mismo genera, los que giran como ruedas a su alrededor conformando la cadena de mundos, los distintos estados de un Ser Universal.

La energía de la irradiación llegada a sus propios límites retorna a su fuente por mediación del mismo rayo que las conecta, para ser reabsorbida en el Principio, que nuevamente vuelve a emanarla hacia la periferia, conformando esta interrelación, ad extra y ad intra, una especie de respiración universal sellada por las leyes cósmicas de la dialéctica. Por lo que el Centro, o el Eje, es el Origen y el Principio, e irradiando todo de Él, a Él todo retorna.

El centro es pues una región mítica, una idea arquetípica que, sin embargo, se manifiesta en determinados puntos de la circunferencia que, de esta manera, pasan a su vez a ser centros para el sistema que ellos generan, siempre y cuando sean auténticos reflejos del punto original, o lo que es lo mismo, que ese Centro fuese una teofanía, o una hierofanía, un lugar, persona u objeto que exprese la unidad de un modo particular, y que igualmente la irradiara. En ese caso los distintos centros o puntos significativos en la periferia serían focos ‘cosmizados’, que estarían estableciendo contacto con el punto medio, rompiendo así con el movimiento homogéneo y reiterativo de la Rueda. Por este camino el sabio perfecto, según el taoísmo, podría acceder al «punto central de la Rueda», en comunicación con el principio, en absoluto reposo, imitando «su acción no actuante».

El simbolismo del ‘centro del mundo’ pudiera transponerse al del ‘eje del mundo’ y relacionarse entonces nuestro símbolo con todos aquellos que significan este eje. En particular con los símbolos del árbol (Arbol de la Vida) y la montaña, y todos los indicadores de puntos de coyuntura en la geografía y la historia sagrada, los que se han manifestado a lo largo del tiempo y en distintos lugares. Estos sitios o seres especiales, que son símbolos por sus mismas características mágico-teúrgicas, promueven una ruptura de nivel que permite comunicarse con otros mundos, o estados de consciencia diferentes, con zonas vedadas del universo y de nosotros mismos. En el ser humano ese Centro del que hablamos está alojado en el corazón, como lo atestiguan la totalidad de las tradiciones.

La montaña y el árbol son además dos símbolos de ascenso, al igual que la escalera, y supone la idea de salida de un plano o mundo, y el ingreso a otro superior, es decir una ruptura de nivel, o plano de conciencia. Geométricamente esta posibilidad está marcada por la figura de la espiral, que es capaz de salir del plano y de la reincidencia rutinaria, y proyectar un nuevo movimiento circular, esta vez en un plano distinto. A la espiral suele también representársela en forma doble, conformando en lo volumétrico una especie de trompo, o mejor de doble trompo donde una de las espirales es ‘evolutiva’ y la otra ‘involutiva’, complementándose perennemente.

La rueda, como símbolo del ciclo, está sujeta a un invariable retorno que, sin embargo, tiene determinados puntos que la limitan. Estos puntos están ejemplificados por el camino del sol en el año, la rueda solar, la que se caracteriza por tener dos momentos máximos en su recorrido en los cuales el sol parece detener su rodar; nos referimos a los solsticios de invierno y verano. Ellos bien pueden situarse en los extremos de la rueda, o del círculo, y marcar esos momentos. Hay también otros momentos importantes en el recorrido del carro solar, los equinoccios, y ellos se encuentran perfectamente equidistantes de los solsticios marcando así un círculo dividido en cuatro partes exactamente iguales.

Pero el cuaternario como división normal del ciclo no sólo es reconocido en el recorrido anual del sol, sino en el diario (aparente), el cual es dividido también cuatripartitamente en medianoche (0 hs.), amanecer (6 hs), mediodía (12 hs.) y atardecer (18 hs.).

Igualmente se lo puede encontrar en cualquier ciclo o manifestación, pues el cuaternario es el signo de lo creado: también en la división espacial fija los cuatro puntos cardinales en relación a la línea del horizonte.

Se pueden también nombrar otros ejemplos de esta ley del cuaternario; las distintas edades de un hombre: niñez, juventud, madurez, vejez. Igualmente las edades del mundo caracterizadas de manera descendente por el oro, la plata, el bronce, y esta última que estamos viviendo, por el hierro. Lo mismo las estaciones del año: invierno, primavera, verano y otoño; las fases de la luna, e igualmente los elementos, o principios constitutivos de la materia: Fuego, Aire, Agua y Tierra, a los que además las distintas tradiciones les han asociado colores, como signos cualitativos.

Ligamos así estrechamente la figura del círculo y el cuadrado a través del cuaternario. El ciclo, o sea el símbolo de la rueda en movimiento, funde indisolublemente estas figuras entre sí, en estrecha vinculación con la simbólica atribuida a espacio y tiempo, relacionándose al círculo con este último y al cuadrado (o cuaternario) con el primero.

La rueda de seis rayos tiene una particularidad mágica: el tamaño del radio divide siempre a la llanta en seis partes iguales.

La rueda zodiacal divide el año en doce períodos, llamados signos, los que también en ciclos mayores están equiparados a eras; subdivisiones todas de la figura partida por el binario y cuaternario como ya vimos. Agregaremos que el término ‘zodiaco’, de origen griego, se traduce por ‘rueda de la vida’.

Los distintos números de rayos de las ruedas no son arbitrarios y se refieren a la partición del círculo en tales o cuales segmentos, signados por disímiles números, de acuerdo a cómo se encara la figura, en qué contexto, y para qué fines; todo ello ligado con los atributos propios de cada número y sus correspondencias geométricas. En la Tradición Hermética, donde se produce una amalgama entre los nombres rosa y rota (= rueda), la flor es la imagen de lo circular, como bien puede advertirse en los mandalas que son ciertas ‘rosetas’ de las catedrales europeas. Todo esto hace particularmente significativas las diferentes modalidades del símbolo en general, relacionándolo con aspectos disímiles de la realidad, o mejor, con referencias varias acerca de cómo encararla, todas ellas complementarias.

Así como el punto se corresponde con la unidad aritmética y el cuadrángulo con el cuatro, el ciclo se expresa por el número nueve. Este número es irreducible y como se sabe todos sus múltiplos (y submúltiplos) regresan indefectiblemente a él, por ejemplo: 9 x 2 = 18 = 1 + 8 = 9; 9 x 3 = 27 = 2 + 7 = 9; 9 x 4 = 36 = 3 + 6 = 9, etc. Por otro lado divide la circunferencia en cuatro partes iguales de 90º, y sobre todo introduce la circularidad en las cifras con que se lo conecta, cosa que efectúan también sus múltiplos, relacionando así cualquier número con la figura del círculo; debemos recordar que esta última se forma con el valor 9 de la circunferencia, más el valor 1 del punto central. Lo mismo sucede con el cuadrángulo que igualmente se construye desde un punto central cruzado por dos ortogonales, lo que representa una cruz, cuyo medio exacto es otro número, el número cinco, que en la alquimia corresponde al éter, en filosofía a la quintaesencia, y que ha sido importante en distintas tradiciones entre ellas la china y las precolombinas. Con el número siete sucede lo mismo, ya que es considerado el central de una rueda de seis rayos. En realidad, y por otra de las transposiciones entre el símbolo del círculo y el cuadrado y de lo plano a lo espacial, el siete es el punto central del cubo, de seis caras y doce aristas, otro de los símbolos-modelo del universo.

El simbolismo de los números, como ya lo destacamos, y hemos estado viendo está estrechamente relacionado con nuestro tema. El sistema pitagórico decimal, con el que nos manejamos, está formado por nueve dígitos llamados naturales y el agregado del cero que tiene un valor posicional en los distintos niveles en que se expresa: decenas, centenas, etc.; volviéndose a reiterar a cualquier nivel los mismos nueve números en su viaje circular. Para el hermetismo la serie numérica tiene una característica especial: la unidad genera todos los números y por adición está presente en todos ellos; por lo que el número uno sería el mayor, y los demás, divisiones o fragmentaciones de la unidad primordial. Como se ve, aquí los números no están expresando simples cantidades, sino cualidades, siendo tomados como módulos armónicos arquetípicos. La antigüedad tenía primordialmente en cuanta la Idea que el número significaba; es decir que utilizaba esta escala de modo vertical, para ello había sido diseñada; lo cual no obstaba para que se la usase además en forma cuantitativa y horizontal para otras funciones que consideraba secundarias o reflejas. Los conceptos que los números manifiestan y sus representaciones geométricas están íntimamente asociados a lo metafísico y cosmogónico y corresponden a realidades esenciales del universo y el hombre. Las combinaciones entre los distintos números de la escala hace posible la cohesión universal, ya que de hecho, los números no son ni más ni menos que conceptos de relación. El denario es una clave mágica: con los diez primeros números se puede nombrar cualquier cosa. En la tradición hebrea los mismos números son representados por letras, pues todo el alfabeto tiene un valor numérico; en el islamismo igual. La relación entre letra y letra o lo que es lo mismo entre número y número, produce el discurso del cosmos, el lenguaje del universo, ya que números y letras conforman códigos reveladores del conocimiento del Ser Universal.

Estas son algunas de las ideas presentes directa o indirectamente en la obra Guenoniana, verdadera síntesis de las enseñanzas de la Ciencia Sagrada, las que encuentran su coronamiento en la concepción majestuosa de los Estados Múltiples del Ser y la Teoría de los ciclos cósmicos, que tienen hoy tanta actualidad y vigencia como el mismo pensamiento de Guénon, el guía intelectual más calificado de este tiempo histórico, entre los jirones y fragmentos que aún quedan de la civilización occidental.

SYMBOLOS, Sección René Guénon
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